La Cruda Enfermedad

Contra toda expectativa esta semana no voy a publicar el artículo que tenía previsto. Hay veces que la vida se interpone y te lleva a salirte de lo establecido, así que hoy le haré caso a la vida y os hablaré de José y de la cruda enfermedad.

Sin ser este su verdadero nombre, José es un paciente al que pude conocer este pasado fin de semana. Trabajo un centro socio sanitario en el que paso cada una de las tardes de mis sábados y domingos desde hace 7 meses. Dadas las características rotatorias de mi contrato, no suelo trabajar en la misma planta cada semana, por lo que nunca llego a conocer a mis pacientes de un modo más personal.

Esto no impide que les trate con todo el cariño y atención que me es posible, pero inevitablemente mi implicación emocional por ello, con cada una de sus circunstancias personales no suele ser muy profunda. Digo “no suele ser”, porque de tanto en tanto siempre aparece algún paciente que me impacta de manera importante. Se tratan de personas con las que por alguna razón conecto de manera especial y empatizo hasta el extremo de llegar a sentir su dolor como mío propio. Esto me ocurrió con José.

La cruda enfermedad.

Fue víctima de un accidente cerebro vascular el pasado mes de septiembre y, por ello, José quedó postrado en cama. No tenía posibilidad de respirar, ni de alimentarse. Requeria, por eso mismo, la apertura de un orificio en su tráquea a partir del cual pudiera seguir respirando (una traqueostomía), y de la inserción y mantenimiento de una sonda de acceso al estomago con entrada en uno de sus orificios nasales (una sonda nasogastrica).

De este modo José, sin posibilidad de habla ni deglución, depende de nosotras, sus enfermeras y enfermeros, para poder alimentarse y seguir respirando.

No es el primer paciente del que me hago cargo bajo esas
condiciones, pero sí que es el primero que me ha llegado verdaderamente al
corazón.

Quizá fue su humor tremendamente áspero, su forma de mirarme a través de esos ojos tan llenos de vida, o de meterse conmigo con sus gestos mientras con mis guantes de látex trataba de retirar el durísimo tapón de su sonda nasogástrica para poder alimentarle.

Compartíamos una comunicación razonablemente fluida a pesar de las circunstancias hasta que algo ocurrió. Una gran sensación de ahogo le inquietó y seguidamente procedí a aspirar su vía aérea hasta desobstruir la cánula a través de la cual respira. En ese momento José no dejaba de tratar de hablar para decirme algo que no lograba entender. Le pedí que se tranquilizara comunicándole que todo estaba bajo control. Sus niveles de oxigeno a pesar de la sensación, eran buenos y la aspiración estaba siendo también efectiva.

Finalmente todo salió bien y José pudo continuar respirando con normalidad. Pero de pronto pude ver en sus ojos una tristeza desgarradora. Me puse de cuclillas acercándome a él, preguntándole que le ocurría, cuando seguidamente rompió a llorar. Cogí de su mesita la pizarra que utilizaba para comunicarse y le pedí que escribiera lo que sentía: – No quiero ser una molestia.- escribió.

Al leer esto mi corazón se encogió y la empatía que sentí hacia su persona fue completa.

Imagínate a ti mismo sin poder hablar, sin poder respirar más que por un orificio artificial en la garganta y sin poder comer más que a través de una sonda que va de tu nariz a tu estomago. Esa es la cruda enfermedad vista en primera persona.

Yo personalmente no puedo imaginarme lo que debe ser encontrarse bajo esas condiciones. Lo que sí que supe fue qué decirle en aquel momento mientras le agarraba las manos con fuerza. – José, eres un guerrero, que no te quepa la menor duda. -Le dije. Esto es muy duro y la mejoría es lenta, pero vas a conseguir salir adelante. Él llorando me dio un beso en la mano y yo le di un abrazo. Me despedí deseándole fuerza y paciencia, y finalmente pude darle las buenas noches a un José sonriente y valiente.

Así es como viví uno de los acompañamientos más intensos de mi vida.